Las historias de zapas

 

En una hermosa tarde de invierno, cuando la vegetación ya comenzaba a adivinarse, el Sr. Lezna lustraba un par de bellos y robustos zapatos recién acabados, de pieles bien curtidas y de suelas bien cosidas. Quedó un rato contemplando su obra, y pensó, sonriendo, en ponerles un nombre. Lo hacía con todas sus obras -aunque este acto le suponía un trance más difícil que el hecho mismo de fabricarlos.

El trabajo de zapatero le obligaba a realizar las cosas por duplicado, pero aunque pudiera parecer sencillo, nunca dos zapatos le salían completamente iguales; de ahí la dificultad para nombrarlos, ya que era como bautizar a dos hermanos gemelos cuyos destinos irían unidos hasta el fin. Casi siempre les llamaba con una palabra idéntica y otra distinta, para indicar la semejanza y la diferencia que supone la hermandad.

Así, resolvió tomárselo con tranquilidad y mientras pensaba en ello, los colocó en el escaparate de su tienda-taller, para que pudieran conocer al resto de sus compañeros, se fueran acomodando a su nueva situación y, de paso, se distrajeran observando a las personas que les curioseaban.

Como por azar, los recién llegados fueron instalados junto a una pareja de botines de media caña, blancos, acharolados y llenos de curvas, con varias hebillas, y cordones entrelazados de una forma muy coqueta. Dijeron llamarse Charo-Lyn y Charo-Lan.

A su derecha se encontraban un par de pantuflas, cómodas y mullidas; se presentaron ellas mismas: "Como-Din y Como-Don". Frente a ellos, unos pequeñines y tiernos patines de hilo, que -como apenas sabían hablar- entre todos les habían puesto nombre: Patu-Quin y Patu-Con. Más allá, se asomaban unas frescas y resistentes sandalias de cuero: Roma-Nin y Roma-Non y unos zuecos de madera de tejo muy bien labrados y bellamente decorados: Zaco-Tin y Zaco-Ton.

Nuestros asombrados novatos se miraron perplejos ya que no sabían qué decir, ni cómo presentarse, pues el Sr. Lezna, no les había comunicado su nombre.

Las Charo, dijeron que llevaban allí dos inviernos y que estaban un poco hartas, que tenían ganas de trabajar y de salir de paseo, pero que todo dependía de las personas que las comprasen. Desde luego, ellas eran emprendedoras y no querían caer en "pies" de cualquier mujer; así, cuando alguna se encaprichaba de ellas, si no estaban de acuerdo, se achicaban y se encogían para molestarla hasta el punto de hacerle sentirse incómoda y obligarla a cambiar de opinión. Parece que esta estrategia les había sido de utilidad hasta el momento, pues ya habían superado varios desagradables intentos de compra.

Los Como dijeron que a ellos les daba igual quien se los llevara, que no querían una vida ajetreada, sino tranquila, de estar por casa y esas cosas. Se habían acostumbrado a la paz y a la tranquilidad de la tienda y no querían saber nada de trabajo ni de ruidosas calles.

Sin embargo, los Roma comentaban que estaban deseando conocer mundo, que desde que los pusieron en el escaparate no habían pegado ojo. Estaban excitados sólo con ver a las diferentes personas con sus distintos tipos y atuendos, que parecían haber salido de lugares muy diversos. (Se daba la circunstancia de que la tienda del Sr. Lezna estaba situada en una ciudad portuaria y bulliciosa). Eso sí, sólo deseaban que su futuro dueño o dueña, fuera de gran vigor y "culillo de mal asiento".

Los Zaco dijeron que puestos a pedir, ellos deseaban estar en su medio, junto a sus padres, o por lo menos cerca de sus parientes, y pensaban en una familia de labradores que vivía cerca de la ciudad y que cultivaba el campo en un gran terreno junto a un bosque de tejos, chopos y álamos, y que ya había visitado por dos veces la tienda-taller del Maestro sin decidirse a comprarlos.

Los Patu balbucearon algo, pero no era necesario que dijeran nada porque se podía adivinar que ellos podrían ser muy felices con cualquier familia que tuviera un bebé.

Nuestros protagonistas no salían aún de su asombro, cuando llegó el Sr. Lezna y les dijo: "Ya sé, ya sé. Os vais a llamar Zapa-Tin y Zapa-Ton". Ellos suspiraron aliviados y se pusieron muy contentos, pues no sólo tenían nombre sino que las palabras del Maestro les sirvieron de presentación para la comunidad.

Los Zapa, poco a poco, se iban acomodando a su nueva situación, disfrutando de la compañía de los demás al compartir sus deseos e inquietudes.

Sin embargo, inevitablemente, les surgió una pregunta: ¿Y ellos? ¿qué sería de ellos? Se habían dado cuenta de que su destino iría unido al de la persona que los comprase, aunque como ya habían oído por las Charo, algo se podía hacer para oponerse en caso de no gustarles. Este interrogante desembocó en una conclusión compartida: tendrían que observar a las personas, conocerlas, tanto a las personas de fuera de la tienda, como a sus fabricantes.

Empezaron por investigar cómo fabricaban otros calzados el Sr. y la Sra. Lezna. Así podrían encontrar pistas de cómo fueron realizados. Entonces descubrieron que la Sra. Lezna compraba las pieles en el mercado y que se dedicaba a adobarlas, encurtirlas y entintarlas; mientras que el Sr. Lezna, las cortaba, las cosía, las pegaba y les daba la forma precisa. Era un trabajo conjunto, armónico, y bien sincronizado; aunque no por ello menos paciente y laborioso.

Vieron además cómo disfrutaban con su labor, pues antes de ponerse a trabajar, ambos hablaban de sus futuras creaciones: elegían los mercados, las especias y colores, y siempre, siempre, dibujaban entre ambos sus proyectos. Y a pesar de que el resultado final era distinto, se podía ver en ellos la idea original.

Entonces pudieron apreciar el cuidado y el cariño que pusieron en ellos desde que fueron unos simples pensamientos dibujados, hasta su estado actual, considerando que esas cualidades que habían visto en sus creadores, así como la paciencia, la ilusión, el diálogo y la entrega en el trabajo, deberían también formar parte, lo más posible, de sus futuros dueños.

Esta minuciosa observación de los Srs. Lezna, alternaba con la de las personas que se asomaban al escaparate o que entraban en la tienda-taller. Vieron que por la mañana venía un tipo de personas, otro al mediodía, y otro por la tarde; y que también el público era distinto tanto entre semana, como al final de la misma. Y que el atuendo que llevaban variaba según la hora, el día, y la estación del año. Así, y con el tiempo, pudieron concretar sus propios deseos y delimitar sus propios sueños. Descubrieron, entre tantas personas, otras cualidades que les agradaban, tales como la elegancia, la belleza y el orden.

Entretanto, ocurrió un suceso doloroso para nuestra pequeña comunidad. Un día, apareció una joven, delgada y morena, de cara ovalada y grandes ojos negros, y con libros bajo el brazo. Con talante decidido entró en la tienda y pidió probarse a las Charo, con tan buena y mala fortuna que quedaron recíprocamente satisfechas. Ella decidió llevárselas, y ellas se fueron encantadas. La desgracia consistió en que no hubo tiempo para la despedida al crearse una situación parecida a la de una muerte repentina.

Todos quedaron consternados, pues aunque sabían que la desaparición de algunos de ellos podía pasar en cualquier momento, no estaban preparados para un trance así. Quedó un hueco muy grande que los Srs. Lezna tardaron en reponer. Todos los compañeros sintieron la pérdida, hablando durante mucho tiempo de los momentos pasados en su compañía, recordándolas casi de continuo. Al fin, y después de dos estaciones, se pudieron alegrar por ellas, ya que la mujer que se las llevó coincidía, en gran medida, con las aspiraciones expresadas tantas veces por las Charo.

Los Zapa, por su parte, se consolaban de la pérdida soñando que, tal vez, algún día, pudieran reencontrarse, y quizás, hasta volvieran a compartir de nuevo un mismo espacio.

El joven Sr. Anzel decidió finalizar sus estudios de botánica preparando para ello su tesis doctoral sobre "Floración de los Arboles y Plantas de su ciudad".

Ello requería un trabajo no sólo de biblioteca, sino también de campo. Así, para trabajar mejor, fue a comprar -entre otras cosas-, unos zapatos cómodos y resistentes. Recordó unos que había visto en primavera en una tienda-taller cercana a su domicilio. Fue decididamente a por ellos.

Estaba ilusionado con su trabajo, ya que conjugaba en él su amor por la naturaleza y su pasión por la ciencia. Era un trabajo que requería saber esperar, saber observar y conocer los rincones de su ciudad. El ya sabía que al azahar florecido durante las fiestas, le seguirían las buganvillas de mayo; y a los magnolios de junio, junto a jazmines y damas de noche, las acacias de julio. Pero quería investigar todo eso a fondo y poder cerrar el círculo, pues había observado que en su ciudad había plantas que florecían durante todo el año.

Mientras iba realizando su labor por las calles, notaba cómo en algunos momentos, sus pies no le obedecían, y le obligaban a pararse, sin estar cansado.

Observó que esto le ocurría con mujeres jóvenes y, como quedaba tan avergonzado, no tenía más remedio que iniciar algún tipo de conversación. Más tarde, todo parecía indicar que de nuevo era dueño de la situación, y entonces ya sí podía encaminar los pasos según su voluntad.

Por las noches reflexionaba sobre esto y se decía que quizás esa sensación se debiera a un impulso desconocido para él. Quizás se había pasado gran parte de su vida entre libros y quizás había descuidado el tema amoroso; tal vez por eso, ahora esa faceta de su vida reclamaba una mayor atención...

...Ocurrió una tarde, en el Paseo de los Magnolios. Sus sentidos estaban puestos en aquellas flores grandes como alcachofas y en la fragancia que exhalaban. Examinaba una de ellas detenidamente cuando de nuevo sus pies lo dirigieron a uno de aquellos bancos situados bajo uno de aquellos grandes árboles.

Allí se encontraba una mujer joven, delgada y morena, de cara ovalada y grandes ojos negros, que leía plácidamente. De nuevo se sintió azorado e inició una conversación. Pero esta vez no pudo recobrar el control, ya que no eran sólo sus pies los que no le obedecían, también estaban fuera de sí su boca, su corazón y su mente. Cuando a duras penas pudo recobrar el dominio, sintió que toda ella, era la flor más hermosa y fragante que habría podido encontrar nunca. No sólo le pareció bella su persona, sino todo lo que llevaba puesto, y en especial, aquellos botines blancos acharolados.

Francisco de la Flor Terrero


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